Mientras el mundo innova, nosotros hacemos fila

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Este año, el Premio Nobel de Economía 2025 fue otorgado a Daron Acemoglu, Philippe Aghion y Rachel Griffith por demostrar con evidencia contundente que el crecimiento económico sostenido y el bienestar social están directamente impulsados por la innovación. No por el azar, ni por la suerte geográfica, ni siquiera por los recursos naturales, sino por la capacidad de un país para generar nuevas ideas y llevarlas a la práctica.

Lo irónico —y preocupante— es que mientras el mundo premia la innovación como motor de desarrollo, en Bolivia seguimos tratándola como una amenaza. La innovación aquí no se premia: se castiga. Esta dura verdad ha sido documentada con claridad en El fin del trámite eterno, un libro del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que expone cómo la burocracia en países como Bolivia se ha convertido en el principal enemigo del progreso.

Crear una empresa, registrar una marca, iniciar un emprendimiento o simplemente hacer un trámite básico puede tomar semanas, si no meses. En vez de facilitar la creatividad y el riesgo, el sistema se dedica a frenarlo todo con papeles, sellos, requisitos inútiles y funcionarios que muchas veces ven al emprendedor como sospechoso, no como aliado del desarrollo.

Bolivia es uno de los países de América Latina donde más tiempo se pierde en trámites. Y ese tiempo no es neutro: es tiempo que no se usa para innovar, producir, experimentar o mejorar. Es tiempo muerto. Y una economía con demasiados procesos muertos se muere también.

De hecho, en todas las contrataciones estatales es imposible que una startup o una idea diferente pueda competir, porque un requisito fundamental es que la empresa debe contar con experiencia y lo ofertado debe ajustarse a lo solicitado, por lo que la innovación no tiene ninguna posibilidad de ser siquiera considerada.

Volvamos al Nobel. Los economistas premiados mostraron cómo países que invierten en ciencia, educación y competencia —como Corea del Sur, Finlandia o incluso China— logran transformar su estructura productiva y mejorar la vida de su gente. En cambio, aquellos que se conforman con vender materias primas y repetir viejos modelos terminan atrapados en una trampa de bajo crecimiento y pobreza crónica.

El mensaje de fondo es claro: la innovación no es un lujo de países ricos; es la vía para dejar de ser pobres.

¿Y Bolivia? Aquí invertimos más en subsidios a los combustibles que en investigación y desarrollo. Seguimos tratando al conocimiento como una amenaza ideológica. Las universidades no dialogan con el sector productivo. Los trámites no se digitalizan de verdad. Y cuando alguien se atreve a hacer algo nuevo, el sistema se le viene encima con obstáculos legales, técnicos y hasta morales.

Peor aún, no existe una política pública coherente que promueva la innovación como estrategia nacional. No hay incentivos fiscales serios para quienes apuestan por nuevas ideas. No hay crédito accesible para emprendedores tecnológicos. No hay, en resumen, un ecosistema de innovación. Y sin ecosistema, no hay futuro.

El talento en Bolivia sobra. Lo que falta es terreno fértil. Hay jóvenes que diseñan apps, comunidades que producen alimentos orgánicos de alta calidad, equipos que trabajan en soluciones de energía limpia, pero todos ellos operan a contracorriente, sin apoyo, sin reconocimiento, muchas veces desde la informalidad y con la constante tentación de migrar.

Si queremos salir de la trampa del subdesarrollo, tenemos que dejar de ver la innovación como una amenaza y empezar a verla como una política de Estado. Eso implica reformar profundamente la burocracia, invertir en educación técnica, proteger a los emprendedores y generar confianza en las instituciones. Es un cambio cultural y político.

En Bolivia, en lugar de premiar al que innova, todavía premiamos al que cumple con el trámite. Y así, el desarrollo seguirá siendo un trámite eterno.


La opinión expresada en este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una posición oficial de Enfoque News.

Sobre el autor

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