¿Y si todo es falso?

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Cada revolución tecnológica reorganiza nuestras certezas. Toma un recurso escaso, lo convierte en abundante y, al hacerlo, vuelve escaso algo que antes dábamos por hecho.

La imprenta democratizó el texto, la cámara hizo lo propio con las imágenes e internet eliminó las barreras de distribución. Ahora, la inteligencia artificial ha llevado ese ciclo un paso más allá: producir contenido —texto, imagen, video o audio— dejó de ser una tarea humana exclusiva. Hoy, lo que escasea no es la información. Es la confianza.

Nunca fue tan fácil generar algo que parezca verdadero. Con unas pocas instrucciones, una IA puede escribir una crónica, simular una voz, crear una fotografía ficticia o hacer un video que reproduce una realidad inexistente. El contenido, por sí mismo, ya no garantiza autenticidad. La calidad de lo que vemos ha dejado de ser un indicador de su origen.

Entramos en la era de la inflación informativa: cuando lo artificial se vuelve indistinguible de lo real, lo real pierde valor. Y si antes la pregunta era “¿esto es interesante?”, hoy la pregunta urgente es: “¿esto es confiable?”.

La confianza se ha convertido en un bien escaso y, por tanto, estratégico. Instituciones, medios y marcas compiten no solo por atención, sino por legitimidad. Y en medio de este cambio, las redes sociales juegan un rol clave —y no precisamente para bien.

Vivimos dentro de burbujas algorítmicas que filtran la realidad según nuestras preferencias. Lo que vemos no es lo más cierto, sino lo más compatible con nuestras creencias.

La IA, al integrarse con estas plataformas, no solo produce contenido falso con facilidad, sino que además lo adapta perfectamente al sesgo de cada comunidad. Así, lo falso se vuelve más creíble que lo verdadero. Y lo verdadero, si contradice la narrativa dominante de una burbuja, se descarta sin más.

El daño no es solo informativo, es estructural. Porque la confianza es un pegamento social. Sin ella, no hay conversación pública, ni consenso democrático, ni colaboración entre partes distintas, sino que se incrementa la polarización.

Cuando cada grupo social habita su propia realidad verificada por “su” verdad y “sus” fuentes, el diálogo se fragmenta. No discutimos hechos, discutimos ficciones paralelas que son alimentadas por el algoritmo de las redes sociales y por la facilidad con la que se crea contenido de dudosa veracidad.

Frente a este panorama, las grandes plataformas tecnológicas han comenzado a prometer soluciones: marcas de agua digitales, sistemas de trazabilidad, verificaciones automáticas. Pero esas medidas son insuficientes si no se acompañan de una transformación cultural más profunda: necesitamos reconstruir la idea de confianza desde abajo.

Eso implica fortalecer el pensamiento crítico, apoyar medios transparentes, exigir trazabilidad en la información y —sobre todo— romper las burbujas de las redes sociales.

No se trata de volver al pasado, sino de diseñar una relación con la tecnología que no sacrifique lo más valioso: la capacidad de saber, con un mínimo de certeza, qué es real y quién lo dice.

Porque en esta nueva economía digital, la credibilidad no es un adorno, es una infraestructura. Es lo que permite distinguir entre ruido y señal, entre lo que es contenido y lo que tiene consecuencias.

En un mundo donde todo puede simularse, lo único que no se puede fingir a largo plazo es la integridad. Y ese será, quizás, el verdadero diferencial de los próximos años: no quién crea más, sino quién merece que creamos en lo que crea.


La opinión expresada en este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una posición oficial de Enfoque News.

Sobre el autor

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