

El 2 de abril de 2025 quedará grabado en la memoria global, especialmente en Estados Unidos, tras el anuncio del presidente Donald Trump sobre la imposición de “aranceles recíprocos” a las importaciones provenientes de casi todos los países. La medida busca contrarrestar un déficit comercial que en 2024 alcanzó la alarmante cifra de 1,2 billones de dólares (1.202.872.000.000, para ser exactos), un desbalance que ha puesto en jaque la economía estadounidense.
El plan es claro: un arancel adicional del 10% a los bienes importados en general, del 20% a los procedentes de la Unión Europea y del 34% a los de China. Estados Unidos, el mayor importador mundial, adquirió en 2024 productos por 3,3 billones de dólares, mientras que sus exportaciones —siendo el segundo mayor exportador global, detrás de China— sumaron 2,1 billones. La diferencia explica el déficit que Trump pretende atacar, defendiendo su mercado de países que, según él, restringen las exportaciones estadounidenses. Curiosamente, Rusia, Corea del Norte, Bielorrusia y Cuba quedaron exentos de estas medidas, un detalle que no pasó desapercibido, aunque sus razones permanecen en el misterio.
La decisión no ha sido bien recibida. Además de posibles denuncias ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) por incumplimiento de normas, el riesgo de una guerra comercial con los gigantes del comercio internacional es inminente. China, previsiblemente, contraatacó con un arancel recíproco del 34% a las importaciones estadounidenses, desencadenando una sacudida global que tiñó de rojo los mercados bursátiles.
Algunos críticos atribuyen la medida a la baja competitividad de la industria estadounidense. Sin embargo, Trump argumenta lo contrario: su mercado estaba prácticamente abierto, cumpliendo con los acuerdos de facilitación comercial, mientras otros países imponían barreras a sus exportadores. Según el presidente, estos aranceles buscan nivelar la cancha, reflejando las dificultades que enfrentan las empresas estadounidenses: desde proteccionismo arancelario en fronteras hasta obstáculos no arancelarios como prohibiciones, trabas aduaneras, barreras técnicas, sanitarias y fitosanitarias aplicadas de forma inconsistente, falta de transparencia, discriminación en compras públicas, violaciones a la propiedad intelectual y competencia desleal de empresas estatales.
Trump apuesta a que proteger el colosal mercado estadounidense —con más de 300 millones de consumidores de alto poder adquisitivo— obligará a otros países a negociar mejores condiciones para sus exportadores. Además, espera que la medida impulse la inversión, la industria y la tecnología en su país, fortaleciendo la “seguridad económica y nacional” y generando oportunidades para los sectores productivos y los trabajadores. En sus palabras, el objetivo final es recibir “ofertas fenomenales” de socios comerciales. No en vano, tras el desplome del 14% en Wall Street, Euronews reportó el 4 de abril que “Trump está abierto a negociar los aranceles”.
Pero hay otro ángulo: los ingresos. Un arancel adicional del 10% podría generar unos 300.000 millones de dólares anuales, siempre que las importaciones no caigan drásticamente. Esto no solo reduciría el déficit comercial y fiscal, sino que también aliviaría la presión sobre la deuda pública, aunque a costa de precios más altos para los consumidores estadounidenses.
¿Y qué pasa con nosotros? Bolivia no escapará al impacto. Un arancel del 10% restará competitividad a nuestras exportaciones a Estados Unidos frente a países exentos, como México, beneficiado por su acuerdo de libre comercio con Canadá y EE.UU., o aquellos que negocien rebajas arancelarias o tengan menores costos logísticos. En 2024, exportamos a EE.UU. 271 millones de dólares e importamos 809 millones, cifras modestas si las comparamos con Vietnam: este país, pese a su pasado bélico con EE.UU. y su ideología socialista, le vendió 136.000 millones de dólares —casi tres veces nuestro PIB y quince veces nuestras exportaciones totales— y le compró 13.000 millones, logrando un superávit de 123.000 millones. Eso es pragmatismo.
En este contexto, una retaliación contra EE.UU. sería un error. Más bien, restablecer las relaciones diplomáticas, rotas desde la expulsión del embajador Philip Goldberg el 15 de diciembre de 2008, podría ser un movimiento astuto. Con ello, Bolivia podría aspirar a un trato preferencial con la primera potencia mundial y mitigar el golpe de esta nueva era arancelaria.
Gary Antonio Rodríguez Álvarez es Economista y Magíster en Comercio Internacional.
La opinión expresada en este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una posición oficial de Enfoque News.
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