

La humanidad ha perdido recientemente a dos figuras extraordinarias: Mario Vargas Llosa y el Papa Francisco. No los califico de buenos ni malos; “extraordinario” significa aquí fuera de lo común, excepcional. Ambos, en sus respectivos ámbitos, dejaron una huella imborrable que los asegura un lugar en la historia por méritos propios.
Sin embargo, las reacciones ante sus fallecimientos resultan inquietantes. En las redes sociales, donde todo parece amplificarse, leí comentarios como “un facho menos” sobre el escritor y “un comunista menos” sobre el pontífice. Estas palabras reflejan una polarización que no solo simplifica la complejidad de dos vidas, sino que revela una actitud preocupante hacia la muerte.
Teólogos y científicos coinciden: la muerte nos iguala. No importa si somos anónimos o célebres, ricos o pobres, poderosos o discretos; tras el último aliento, nuestros cuerpos se descomponen y desaparecen. Hablar mal de los muertos, que no pueden defenderse, es una cobardía.
La historia está llena de figuras extraordinarias. Algunas, como los descubridores de medicinas, salvaron millones de vidas. Otras, como Napoleón Bonaparte o Adolf Hitler, causaron sufrimiento y muerte a escalas devastadoras. ¿Qué habría pasado si estos últimos hubieran fallecido antes de alcanzar el poder? Probablemente, millones de vidas se habrían salvado. Pero ni siquiera eso justifica regocijarse ante la muerte de alguien.
La muerte nos iguala porque, en esencia, todos los seres humanos somos idénticos. Compartimos el mismo origen, 23 pares de cromosomas, sangre roja y cuerpos que envejecen. Cada persona es una máquina biológica perfecta, y desear su destrucción es un acto profundamente inhumano.
La antropóloga Margaret Mead afirmó que la civilización comenzó cuando aprendimos a curar los huesos de otros. Antes de eso, no éramos más que animales, “homo homini lupus”, como los llamó Hobbes: lobos para otros hombres. Mientras algunos se preocupan por el bienestar colectivo, otros siguen siendo lobos, celebrando la muerte de quienes consideran adversarios. Para ellos, Vargas Llosa fue un “facho” y Francisco, un “comunista”.
Yo los veo de otra manera: fueron seres extraordinarios que transformaron el mundo a su modo. Quienes se alegran por sus muertes no solo revelan mezquindad, sino también una envidia que nunca les permitirá igualar sus logros. No llegarán, como dice el dicho, ni a los callos de sus talones.
Juan José Toro Montoya es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
La opinión expresada en este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una posición oficial de Enfoque News.
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