

Si todo sale bien, el domingo 17 de agosto, millones de ciudadanos habilitados para votar estarán ante la oportunidad de marcar su decisión en la papeleta electoral. Probablemente tendrán que volver a las urnas el 19 de octubre, en una segunda vuelta, y el 8 de noviembre —con o sin Luis Arce en el hemiciclo del Legislativo— verán jurar al nuevo presidente de Bolivia, en uno de los momentos más críticos de la historia democrática del país. Hay quienes dudan de que todo esto ocurra. Tienen razones para el escepticismo.
De todas maneras, hay que destacar que las elecciones del Bicentenario avanzan sorteando mil obstáculos: prorrogados intocables con la misión de ejecutar un plan de prórroga presidencial; recursos constitucionales contra partidos y candidatos, cuyo verdadero objetivo era paralizar el proceso; un par de siglas anuladas —casualmente, las que pretendían postular a Evo Morales como candidato presidencial—; acuerdos políticos e institucionales descaradamente incumplidos; bloqueos del evismo y amenazas de sus aliados tras haber quedado al margen de la carrera; crisis de poder en el Órgano Electoral…
Muchas otras cosas pueden pasar en los días que restan para los comicios del 17 de agosto, pero la mayor amenaza podría presentarse en la misma jornada de votación: el secuestro o la quema de ánforas, la destrucción del material con el que los votantes deben expresar su voluntad, o la insistencia forzada de jurados electorales en las mesas. Sería el último —y más antidemocrático— intento de sabotaje por parte del evismo-masismo.
Las normas prevén que el acto eleccionario debe repetirse un par de semanas después en caso de incidentes. Si los ataques se repitieran, podrían ocasionar que ciertos puntos del territorio quedaran excluidos del cómputo nacional.
De ahí que sea crucial que todos —no solamente los jurados electorales, delegados partidarios o vigilantes ciudadanos— se conviertan en guardianes de la voluntad individual convertida en decisión colectiva al final de la tarde del domingo 17 de agosto. Una decisión que debe ser expresada al país y al mundo esa misma noche, mediante el nuevo sistema de transmisión de resultados preliminares desarrollado por el Órgano Electoral.
Han comenzado a surgir voces desde el propio evismo-masismo que manifiestan no querer embarcarse en una aventura antidemocrática que lo inviabilice de cara a su nuevo rol: una oposición dura, en ámbitos de acción política no formal —calles y carreteras—; de cara a las elecciones regionales de marzo de 2026, cuando el mapa político boliviano termine de definirse; y, sobre todo, de cara a lo que seguramente conoceremos como “el ajuste”, el primer y gran desafío del próximo gobierno, y la gran oportunidad del evismo-masismo para rehacerse.
El ajuste, inevitable ante el descalabro provocado y agudizado por los regímenes del masismo, tendrá entre sus principales componentes la aprobación y aplicación de un conjunto de medidas económicas que frenen en seco la multicrisis y, al mismo tiempo, instauren las bases de un nuevo modelo de desarrollo económico.
En 1985, el ajuste se dio poco después de que Víctor Paz Estenssoro jurara por cuarta vez como presidente del país. El entonces resistido —y ahora alabado— Decreto 21060 fue el instrumento del ajuste estructural, el puntapié inicial del neoliberalismo que condujo los destinos de Bolivia por dos décadas, con luces y sombras.
Cuarenta años después, el ajuste no debe ser exclusivamente económico; deberá poner en marcha políticas sociales que fundamentalmente eviten eclosiones, ese caldo de cultivo que podría ser aprovechado por el evismo-masismo para reponerse más rápido de lo previsto.
El ajuste también requerirá el despliegue de una estrategia que contemple las dos dimensiones de la política real en Bolivia: por un lado, la gobernabilidad formal e institucional, que debe construirse en el Órgano Legislativo para transformarse en normas y nombramientos clave con el sello de la legalidad democrática; y, por otro, una combinación de urgente firmeza y necesaria negociación fuera de los espacios formales —calles y carreteras—, para mantener a raya a los sectores que, en los últimos 20 años, se alimentaron de la estatalidad vinculada con el crimen organizado: productores de drogas en el trópico y el occidente, cooperativas de minería ilegal, interculturales que no son otra cosa que traficantes de tierras y contrabandistas de todo tipo de mercancías.
A diferencia de 1985, cuando los partidos políticos representaban a clases y sectores sociales, hoy esa cualidad se ha diluido, y por eso los acuerdos parlamentarios serán insuficientes y postizos. Será necesaria la acción de operadores políticos que tengan la templanza para imponer el ajuste al verdadero oponente —el evismo-masismo—; la capacidad para convencer de que todos ganan con las nuevas medidas, y la fortaleza para aplicar la ley a quienes se opongan sediciosamente, por ejemplo, con la movilización de fuerzas militares y policiales a territorios que hoy carecen de presencia del Estado.
El ajuste —cuyo destino será la estabilización y el despegue de un nuevo modelo— tendrá carácter imperativo, dada la debacle multidimensional. No será opcional. Me pregunto si será aplicado mediante un “decreto mayor”, acompañado de una batería de otros decretos. O tal vez con una “ley madre” apuntalada por otras que sean aprobadas con la nueva correlación de fuerzas en la Asamblea Legislativa Plurinacional. Quizá sea una combinación de leyes y decretos que busquen desmontar el estatismo, sin descuidar que las verdaderas batallas políticas contra el ajuste se librarán en las calles y carreteras.
Edwin Cacho Herrera Salinas es periodista y analista.
La opinión expresada en este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una posición oficial de Enfoque News.
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