Hace 20 años que Estados Unidos no recibía tantos inmigrantes como en marzo de 2022. A pesar de las políticas adoptadas por los gobiernos de la potencia norteamericana, 221.303 personas fueron detenidas intentando ingresar desde México. Desde que asumió Joe Biden, la cifra ha aumentado mes a mes casi sin excepciones, y nada hace pensar que esa tendencia vaya a cambiar. La inestable situación en Centroamérica y el Caribe, la crisis económica desatada tras la pandemia y la sensación de que tras la salida de Donald Trump la mano estaría menos pesada de parte de las autoridades estadounidenses, podrían explicar el fenómeno.
Pero hay algo más: en mayo, el gobierno de Biden va a rescindir una norma, conocida como Título 42, que permite expulsar a los inmigrantes apelando a la situación sanitaria desatada por el coronavirus. Y si bien la Casa Blanca ya ha dicho que, en su reemplazo, aplicará el Título 8, que es la norma estándar para las expulsiones rápidas, de todas formas el Gobierno de Biden decidió desplegar su diplomacia en Centroamérica, para llegar a acuerdos que permitan limitar el flujo migratorio.
Parte de esa artillería es el refuerzo de la seguridad fronteriza, pero también la inyección de recursos para generar oportunidades de empleo en los países de origen. Un ejemplo es el plan de 1.200 millones de dólares anunciado en diciembre de 2012 por Kamala Harris, y que cuenta con el respaldo de empresas privadas, como Mastercard y Pepsi Co. El objetivo es acabar con las raíces del problema: la pobreza, la falta de oportunidades, la inseguridad y el cambio climático. ¿Será esto posible?
Un desafío demasiado complejo
“El plan de inversión estadounidense tiene tantas buenas intenciones como serias fallas programáticas”, dice a DW Marco Pérez-Navarrete, miembro del Programa Democracia de la Fundación Heinrich Böll para Centroamérica. El experto, que se encuentra en El Salvador, asegura que, si bien hay una diferencia con las políticas anticentroamericanas impulsadas por Donald Trump, la premisa es “favorecer el consumo de productos de transnacionales, que promueven la sobreexplotación de recursos y beneficia a pequeños sectores poblacionales”. Además, destaca, “el contexto autoritario de Guatemala, El Salvador y Nicaragua deja, por el momento, como socio fiable solo a Honduras”.
Sibylla Brodzinsky, portavoz regional del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), sostiene que la idea de enfrentar las causas que generan el desplazamiento forzado en Centroamérica es esencial para solucionar el problema. “Llevar inversiones de la manera correcta a las comunidades en alto riesgo puede ayudar a romper el ciclo de desplazamiento interno y movimientos externos. Esto requiere esfuerzos mancomunados de gobiernos, el sector privado, instituciones financieras internacionales, agencias de desarrollo y humanitarias”, dice a DW.
Es un desafío complejo, porque abarca inestabilidad política y social, además de nuevos elementos que se han sumado en los últimos años, como la violencia, las pandillas, el crimen organizado y el cambio climático, pondera Natalia Ortiz, socióloga e investigadora del Instituto Centroamericano de Estudios Sociales y Desarrollo (INCEDES), de Guatemala. “Y luego el impacto de la pandemia, que termina exacerbando las condiciones de desigualdad. La migración es una estrategia de sobrevivencia ante la falta de condiciones en los países de origen”, dice la experta, que estudia una maestría en la Universidad de Amberes sobre Gobernanza y Desarrollo. Ortiz señala que el enfoque adoptado hoy por Estados Unidos, el de la inyección de recursos, no es nuevo. Y antes no ha sido todo lo exitosos que se esperaba. “Son esfuerzos importantes, pero no siempre llegaron a las comunidades más necesitadas”, explica.
El factor económico
Atacar los problemas de fondo no es una tarea sencilla, especialmente cuando son estructurales. La violencia desatada por las maras y pandillas en El Salvador, Honduras y Guatemala “es uno de los principales factores que llevan al desplazamiento forzado desde esos países”, dice Brodzinsky. Además, complementa Pérez-Navarrete, “en el caso de Honduras, las catástrofes ambientales del 2020 (huracanes Iota y Eta), más la violencia fortalecida por la impunidad y un Estado cooptado por fuerzas militares y ultraconservadoras, han mantenido el éxodo masivo desde un territorio inviable para la vida digna”.
Ortiz, en tanto, recuerda que hace unos años las autoridades estadounidenses pedían a los migrantes que no migraran. “‘Quédense en sus países’, les decían. Pero, ¿para qué van a quedarse, si se sigue perpetuando la pobreza, la desigualdad, la falta de respuesta institucional?”, pregunta. “Como investigadores buscamos que el Estado entregue respuestas integrales que complementen estos apoyos regionales. Sin embargo, lo que vemos es que hay un deterioro cada vez más acelerado no solo de la institucionalidad de los estados, sino de las estructuras democráticas”, lamenta.
Hay otro elemento central en toda esta historia: el peso que tienen las poblaciones migrantes para las economías de sus países de origen. “A los migrantes que hemos entrevistado dicen que se fueron a Estados Unidos y a los tres días tenían trabajo. Con eso, podían disponer de recursos para ellos y sus familias. Las remesas representan para Honduras y El Salvador el 20 por ciento del PIB. Esos dineros han cambiado las economías locales y mantenido la estabilidad macroeconómica de la región”, añade Ortiz. Y ofrece otro dato: 6 de cada 10 familias en Guatemala dependen de esas remesas. “Imagínese si las medidas disuasivas redujeran la migración y con ello el flujo de remesas: las economías se deteriorarían más”. Así, los gobiernos centroamericanos tienen pocos incentivos para frenar la corriente migratoria. “Es un círculo vicioso”, grafica.
Al respecto, Pérez-Navarrete llama la atención sobre un punto del plan de los 1.200 millones propuesto por Kamala Harris: la inversión estadounidense, de la mano de empresas privadas, permitiría que parte de esas remesas regresaran a la potencia norteamericana. “Con la instalación de estos negocios, más del 70 por ciento de las remesas serán gastadas en ellos y así el dinero retorna, como parte de un ciclo que crea pequeñas élites, pero mantiene intacto el riesgo de pobreza, sin que haya inversiones en salud, educación y temas sociales”, explica.